Hace mucho tiempo, se decía que tan solo duraría mientras hubiese hombres muertos que contar al final de cada día: cien muertes en la guerra equivalían a cien días de mandato. Según esos cálculos, nuestro Imperio de diez mil años aún tiene por delante varios milenios gloriosos. Cientos de miles, incluso.

¿El precio? La Tierra. La cuna de la humanidad. Podríamos haberlo considerado un genocidio simbólico, si el simbolismo fuese algo que las máquinas pensantes llegasen a comprender. Este error tan básico fue lo que acabó con ellos, ya que la rebelión de sus creadores no fue una mera contraofensiva, sino la semilla de un movimiento religioso. Una Yihad.

Una guerra santa no se limita a derrotar a sus enemigos, sino que aniquila por completo su cuerpo y su alma. Y, aunque las máquinas no tenían ni lo uno ni lo otro, gracias a la muerte del Dios Máquina se alzó un nuevo orden en la galaxia, así como la Gran Convención: «No construirás una máquina a semejanza de la mente humana».